Hay cambios buenos
Te he dicho más de una vez que ya no soy esa pipiola de veinte años, alocada y con un estómago de hierro; que ahora necesito dormir mis horitas y vigilar qué elijo para cenar si no quiero pasar una noche toledana; que me he convertido en un animal diurno.
Siempre hablo de ello con un halo de nostalgia y tintes de pena porque lo enfoco hacia los primeros signos de decadencia; pero el otro día, hablando con una amiga y recordando tiempos pasados, me di cuenta de que también hay muchísimas cosas que no añoro. ¿Te las cuento?
No sé los tuyos, pero mis veinte iban envueltos en inseguridad, complejos y una necesidad exagerada de formar parte de algo que ni yo misma sabía muy bien qué era. Detrás de toda esa personalidad arrolladora, de esos maquillajes que enmarcaban al máximo la mirada que me tocó al nacer y de esas botas de moda que pesaban un quilo cada una, se escondía una muchacha que no tenía muy claro hacia donde tirar ni si estaba avanzando por el camino correcto.
Por mi forma de ser encapsulo mis inseguridades, mis miedos y mis dudas bajo una coraza con forma de escudo sonriente. Puedo tener un día de mierda pero si nos encontramos por la calle no te vas a dar cuenta, porque siempre te llevarás de mí una sonrisa, un qué tal estás y una parada en el camino para conversar unos minutos.
Ahora que le he dado unas vueltas, cuanto más lo pienso más claro tengo que no me apetece volver a mis veinte. Bueno, quizá un ratito, pero con la experiencia de lo vivido. Otro gallo me hubiera cantado de haber sabido que esos tacones no eran una buena idea, o que ese último tequila iba a desatar una auténtica bomba de relojería en mi área estomacal. Tampoco me habría ido mal ir prevenida de que esa compañera de juergas, en realidad, no era mi amiga; o de que ese chaval tan majo acabaría saliendo sapo, porque ni a rana llegó el pobre.
Aunque pensándolo bien, supongo que sin cruzar esos mares tampoco habría aprendido a nadar.
Será verdad que cada etapa tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Sus aprendizajes y sus batacazos. Sus aciertos y sus errores.
A mis treinta y casi todos, estoy segura en un ochenta por ciento de que lo más perfecto sería quedarme en el presente pero con el colágeno facial de mis veinte.
Menuda maravilla.
No echo de menos salir de noche. Tampoco creerme invencible. No añoro la incertidumbre de no entender qué pasa por mi propia cabeza, porque antes no se hablaba de salud mental como ahora. No volvería a contestar como contesté a algunas personas que quiero, cuando el mejunje hormonal en crecimiento llevaba la voz cantante de mis acciones. Y no volvería a dar tanto, recibiendo tan poco, en algunas situaciones que me vienen a la memoria.
Si te soy sincera, estoy mucho mejor en la actualidad aunque mi óvalo facial se empeñe en aparentar lo contrario. Veo fotos de hace quince o veinte años y pienso en lo feliz que fui sin saber lo que me faltaba por aprender, en lo horrible que era la moda y en lo maravillosamente tersa que era mi piel… También pienso en la cantidad de alcohol que a nuestro hígado le tocó procesar y me sorprendo de lo poco que lo tolero hoy en día y de lo bien que me sienta beberlo de forma ocasional y con moderación.
¿Será verdad que voy por buen camino?
He ordenado mis adentros para lucir mejor por fuera, he tirado lastres innecesarios para viajar más ligera y he cerrado puertas que ya no llevan a los mismos caminos que cruzaba en la época del botellón.
Ahora los de veinte me clasificarán, seguro, de aburrida. Pero tú y yo sabemos que tener la capacidad de darlo todo cuando te apetece y de condensar las juergas de antaño en una comilona eterna, de esas que te dejan con agujetas en la mandíbula de tanto reír, es otro nivel. Aunque por la noche te cueste dormir porque andas con algo de empacho y tengas siempre una botellita de agua junto a la cama...
¡Hasta la semana que viene!