Soledad no elegida
Es sábado por la mañana. Me siento en la cocina con mi café, mi cuaderno y mi vieja y minúscula radio a pilas que sobrevive encima de la nevera, acompañándome fielmente cada mañana. Mientras escribo sobre mis agarrotadas cervicales y lo que les espera hoy, escucho la voz de una señora mayor que llama mi atención a través del transistor. Al parecer están emitiendo un reportaje sobre la tercera edad, y en este momento hablan de como buscan motivación y entretenimientos, y de lo que echan de menos… dejo de escribir y escucho, no puedo evitarlo. La señora, a la que llamaremos Antonia, vive sola en Barcelona y su familia reside lejos. Explica que cada tarde, después de comer y descansar media horita en su butaca, sale a la calle y coge el autobús con el único propósito de pasearse por su ciudad y observar. La reportera le pide permiso para acompañarla, a lo que Antonia accede encantada, lanzándose ambas a la calle. Nada más subir al autobús, Antonia le dice a un joven que por favor la deje sentarse. El joven, educadamente, le cede el asiento y Antonia, que percibe el azoramiento de la periodista, se gira hacia ella y le explica que antes le daba vergüenza pedirlo, pero que ahora ya no, porque los tiempos han cambiado. Los ojos curiosos de su interlocutora alientan a Antonia a explicarse mejor.
—Antes la gente estaba atenta a su alrededor, y por educación cedían el asiento a las personas mayores y a las embarazadas, como a todos nos han enseñado, nada más te veían subir. Pero hoy en día todo el mundo va con la nariz arrugada frente a una pantalla y sencillamente no se percatan de tu presencia. No es falta de educación sino de atención. Por eso se lo pido, porque nunca nadie me ha dicho que no, cuando levantan la vista y nos ven a mi bastón y a mí.
Sonrío imaginándola y no puedo evitar aplaudirla en mi interior. Antonia no tiene un pelo de tonta. Me la imagino peinada, con los labios pintados y algunas joyas, además de bien vestida. Con aspecto coqueto y su bolso de mano, sale cada tarde y coge el autobús de la línea 7 para pasear por la ciudad, fijándose en las luces, los colores y los olores que la transportan a mil recuerdos de tiempos pasados. Conoce su ciudad gracias a la red de autobuses, baja en alguna calle bonita si se encuentra o ha quedado con alguien conocido para tomarse una infusión; o en alguna plaza si lo que le apetece es caminar un poco. Y vuelve a casa un par de horas después habiendo dejado atrás la sensación de soledad.
A medida que avanzan, parada tras parada, la conversación sosegada y vivaz de Antonia capta mi atención plena. Mantiene el contacto con algunas amigas, primos y conocidos, pero echa mucho de menos las conversaciones con el vecindario. Según dice, antes no había tantas prisas y la gente paraba a charlar por la calle; en cambio ahora, con suerte, te llevas un par de saludos y ya. Y eso, para la gente que vive sola, significa una añoranza gigante en el contacto con la vida.
Qué gran verdad. Donde yo vivo, los vecinos que me rodean oscilan entre los 60 y los casi 90 años. Concretamente uno de ellos, a sus 88, vive solo y tiene un hijo que reside fuera de la isla y le visita, con suerte, una vez al mes. Él se mantiene en forma para la edad que tiene, se apaña bien y se entretiene saliendo al patio varias veces al día para dar conversación a quien quiera que se acerque a su portal. Alguna vez, no lo negaré, le he esquivado por andar con prisas, pero después lo pienso y me doy cuenta de que para él, el único contacto que le queda con la vida real es conversar con sus vecinos e interesarse por lo que pasa más allá de su trocito de acera. También sale cada día con su carrito a comprar por la mañana y a dar un paseo por el pueblo por la tarde. Él, como Antonia, busca contacto humano para dejar atrás el silencio de su comedor. Y él, como Antonia, morirá en vida el día que no pueda salir y tenga que esperar, sentadito en su sillón, que algún familiar o amigo tenga tiempo en su ajetreada vida para dedicarle unos minutos.
¿Te imaginas lo larguísimo que tiene que ser el día, pasándolo así?
Permíteme un consejo: no tengas tanta prisa y para, cinco minutos, a charlar con tus vecinos. Llama por teléfono y dedica un ratito a quien hace demasiado que no escuchas. Dedica tiempo a quien tiene mucho, aunque solo sea para que el día de mañana te lo dediquen a ti de vuelta.
Recuerda lo que sentimos durante la pandemia, que parece que ya se nos ha olvidado a todos.
¡Hasta la semana que viene!