¿Skincare?
Hace un par de semanas me quejaba de que mi óvalo facial había perdido tersura y elasticidad. Si no me conoces demasiado, quizá pensaste que me cuido mucho y que todos estos aspectos son importantes para mí, algo que procedo a aclarar porque es rotundamente falso y te mereces que sea sincera contigo, ya que me aguantas lees cada semana.
Soy un completo desastre en este tema. Y lo corroboro confesando que acabo de buscar cómo se escribe este concepto de cuidado facial que está tan de moda, en mi afán de usarlo como título, porque no tenía ni idea.
Mi nivel, en cuanto a rutina nocturna de cuidados faciales, es lavarme los dientes (¿eso no cuenta, en serio?), desmaquillarme los ojos y si no tengo mucho sueño y me apetece, lavarme la cara con agua micelar y ponerme crema hidratante. No, tampoco tengo una crema diferente para aplicarme de día o de noche; tengo una crema hidratante que hace poco cambié por una versión que dice que es redensificante y antiarrugas, algo de lo que me siento muy orgullosa. Por las mañanas me meto en la ducha o me lavo la cara con agua y me pongo la misma crema hidratante. Fin.
Claro, y después te quejas… Sé que lo estás pensando.
Mis amigas dicen que, como siempre he tenido la piel muy bien, no he necesitado interiorizar rutinas ni cuidados específicos para mejorar el cutis. Han intentado explicarme qué productos son mejores, cuál es el orden a seguir, qué debo aplicarme… Y ya han asumido que es una pérdida de tiempo. No soy nada constante con este tema, siempre se me pasa por la cabeza algo mejor en lo que emplear mi tiempo y nunca me verás paseando por secciones o tiendas de belleza, a no ser que necesite algo concreto. Si una conversación se desvía hacia estos temas, desconecto casi sin querer. Así que sí, queda confirmado: me quejo de puro vicio, sin más motivo que para dar un punto cómico a mis escritos.
El momento en el que me di cuenta de que no tenía absolutamente nada que hacer para salvar mis pellejos faciales fue en una comida con amigas, en casa de una de ellas; pese a saber que la anfitriona es coleccionista de potingues y maquillajes (así tiene la piel de maravillosa, la jodía), siempre pensaba que bueno, que por cuatro cremitas que se echara no podía notarse tanto la diferencia.
Hasta que, a media comida, me levanté para ir al baño.
¡La madre que te parió, amiga! No tengo suficiente vida para ponerme en el jeto todo lo que vi en ese lavabo, tan pulcramente colocado. Me empezó a temblar un ojo del estrés mientras me secaba las manos, no te digo más. Había botecitos de todas las medidas, colores y texturas. Al girarme descubrí que en la ducha también tenía una estantería con otro arsenal de cosas para el pelo.
En ese momento asumí que jamás, pero jamás de los jamases, volvería a aspirar a llegar a los sesenta años con el óvalo facial a la misma altura que el suyo. Reconozco que también se ganó mi admiración más absoluta, porque solo con pensar que tengo que dedicar el tiempo que ella debe invertir en ponerme cosas en la cara, cuello y escote, me quedo bizca.
Imagino que será un pasatiempo como cualquier otro y que si te gusta seguro que lo disfrutas y además le sacas buen partido. Oye, maravilloso.
El problema aparece cuando, como todo, el tema se nos va de las manos y niñas de 10 años se viralizan por hacer videos compartiendo sus rutinas faciales. Ahí perdemos el norte para estamparnos en los barrios más bajos de la evolución. ¿Qué coño vas a querer alisar si aún no tienes ni la regla, chiquilla? Y no, no es culpa de ellas sino de unos padres demasiado ocupados, o despreocupados, o desconectados. Soy consciente de que publicar comentarios como este último es abrir un melón que a veces te salpica en toda la cara y asumo el riesgo de que me digan que qué voy a saber yo, si no tengo hijos. Opinar es lícito si se hace con respeto, y yo pienso que al paso que vamos, cualquier día de estos nos extinguimos. A mí me pillará, seguro, con alguna arruga de más. Eso sí, también con una carta de menos por dedicarte.
¡Hasta la semana que viene!