Las pequeñas cosas
¿Qué tal tu fin de semana? A mí me ha dado por frenar y observar. He afilado la antena para captar de manera consciente lo afortunada que soy. ¡Te cuento, que me gusta compartir!
El viernes, después de teñirme estas maravillosas canas que la genética y quizás algo de estrés me han dado, quedé con unas amigas para tomar algo. Me senté en una punta de la mesa con el único objetivo de captarlo todo, y de absorber conversaciones, gestos y expresiones al mismo ritmo que una cerveza muy fría se deslizaba por mi garganta. Como era de esperar, el silencio no hizo acto de presencia en ningún momento y las conversaciones se solaparon unas con otras de esa forma tan maravillosamente desordenada. En cuestión de segundos pasábamos de hablar sobre la limpieza de las brochas de maquillaje, a escuchar, arropar y sostener a una de nosotras, que necesitaba soltar lastre y beberse un par de vinos para escupir un par de lágrimas. No me costó demasiado recordar lo importante que es contar con una red de seguridad en forma de amigas/os; esa sobre la que te puedes lanzar sin miedo y sin arnés, porque la confianza es ciega. La misma que tan pronto te abraza y te anima cuando lo necesitas, como te cuenta trescientas tonterías por hora, invitándote a descojonarte de la risa cuando todo está bien.
El sábado me pasé la tarde jugando a cartas con mi madre, mi hermana y mi sobrina. Sin móviles ni pantallas de ningún tipo. Solo ganas de compartir, deseo de enseñar y ilusión por aprender. Saboreé los gestos de sorpresa y fastidio de mi sobrina cuando sus cartas amenazaban con hacerla perder, me empapé de las risas de mi hermana con las ocurrencias de su hija y gocé de la satisfacción de mi madre por disfrutar de ese rato con sus niñas, sin prisa alguna.
Y el domingo me dediqué a leer, a escribir, a pasear y a vaguear. Me permití sentarme conmigo y escucharme. Me di el lujo de hacer lo que me saliera del higo. Y no, no fue el día más productivo de mi vida, pero te recuerdo que era domingo.
Cada vez tengo más claro que es igual de importante ser productiva que echar el freno. Que si te cunde mucho pero no saboreas el camino, en nada y menos se te olvida el lugar por donde pasaste. Que es mucho mejor poquito y bueno, que demasiado y sin sabor. Acumular semanas o meses de andar como pollo sin cabeza está bien, si al final desembocan en alcanzar un objetivo o conseguir una mejora; pero pasarte toda la vida derrapando por llegar a todo, solo terminará en un final de abandono, decepción y una más que probable soledad.
Escribir cada mañana mientras me tomo el café me está ayudando a aterrizar y saborear muchísimos pensamientos que llevaban años revoloteando en mi cabeza sin ton ni son. Aparecen ideas que cuando las leo, unos días después, me suenan a locura transitoria, o reflexiones que me ponen los pelos de punta y me demuestran que de mis dedos libres, pueden salir frases muy potentes. Se asoman preocupaciones que se desinflan en cuanto se pegan al papel, y alegrías que me volverán a maravillar cada vez que repase esas páginas…
Jamás imaginé que se podía disfrutar así con algo tan tonto, tan sencillo, tan accesible. No tenía ni idea de que tomar consciencia de como soy y de qué tal estoy, me regalaría esta lucidez inundada de ganas. Ya ves, si me conformo con poquito. Eso sí, que sea sabroso porque de almas insípidas andamos ya servidos.
¡Hasta la semana que viene!