La página en blanco
No sé muy bien como describir esta sensación. El momento en que abro una nueva página en el procesador de textos de mi ordenador es algo así como una contradicción constante. El primero en aparecer siempre es un suspiro, que se transformará en soplido y es como si me centrara y ayudara a fijar la vista en el cursor. A continuación, salta a escena el pánico controlado y la conocida sensación de no saber qué tecla pulsar primero para ir rellenando este espacio.
Nunca sé como empezar, aunque siempre acabo empezando.
Entra al trapo en cuestión de segundos, la vista, que se desliza por la sala dando juego al cerebro y posándose en los elementos que me rodean: plantas, fotografías, mis gatos durmiendo, algún libro... Siempre está, también, la música, que va variando en función de mi estado de ánimo aunque la mayoría de veces se nutre de melodías tranquilas, pausadas y a bajo volumen. Cuando quiero darme cuenta, tengo frente a mi nariz el primer párrafo, que siempre vuelvo a leer para cerciorarme de que he empezado con buen pie y que estoy encauzando el texto hacia lo que quiero decir.
Te cuento todo esto porque hace unos días, un conocido me preguntó como era lo de escribir estas cartas, si les dedicaba mucho tiempo y si me salían con facilidad. Pues depende, todo depende como decía Pau Donés. Depende del tema, porque no es lo mismo hablar de algo banal que hacerlo de algo que pueda causar controversia. Depende del tono que necesite, porque no es lo mismo razonar sobre algo serio que contarte mis dramitas del primer mundo. Depende del ánimo, porque es imposible escribir igual cuando estoy alegre que cuando una preocupación inunda mi mente. Depende del tiempo, porque a veces dedico una tarde entera a crear y otras dispongo de poco más de una hora para cumplir con mi objetivo de publicación semanal. Y sobre todo depende de la inspiración, porque ya puedes tener todo el tiempo del mundo a tu disposición que si las frases no salen, no se pueden forzar sin que se note.
Si te soy sincera, disfruto mucho dándole a la tecla y espero que sea evidente, que traspase la pantalla desde la que me recibes y te atrape al leerme la misma ilusión con la que yo te escribo. Algunas cartas te gustarán más, otras menos; habrá temas que te tocarán más las entrañas y otros con los que no conectarás. Estaré más o menos acertada según revolotee la alocada de Casilda, mi duende de la inspiración. Por suerte, es un consuelo que el número de lectores semanal no baje. Y es, no te mentiré, una ilusión que ese porcentaje se incremente con paso lento pero seguro. Me leen cuatro gatos, pero son mis cuatro gatos y seguiría escribiendo aunque solo fueran dos. No olvides que escribo por el placer de hacerlo, no por ambición ni por ansiar que me lean, y eso es lo mejor. Te evita decepciones y encima te llevas una alegría con cada nuevo suscriptor/a.
Casi siempre te mando entre 600 y 700 palabras, que son entre tres y cuatro minutos de lectura. No me atrevo a alargar mucho más porque nos hemos acostumbrado a los textos cortos, a saltar de pantalla en pantalla, a mantener nuestra atención de forma dispersa y a cansarnos a la velocidad de la luz si un texto no nos capta a la primera, cuando navegamos por la red. Avísame si me pongo pesada, hazme el favor.
Cuando considero que he dicho todo lo que quería decir, busco el final idóneo que solo resultará válido si me provoca una sonrisa. Si no hay sonrisa, no hay final. Sin mi filtro de satisfacción, soy incapaz de teclear el último punto, seguido de la frase de despedida. Cuando eso pasa, borro y reescribo hasta que me guste el resultado.
Y llegados a este punto, empieza la corrección. Reconozco que en esto soy muy meticulosa, quizá demasiado. Releo el texto y reescribo algunas frases, giro párrafos y busco sinónimos para evitar la repetición excesiva de palabras. La mayoría de veces dedico más tiempo a corregir que a redactar, porque soy una perfeccionista algo repelente que no es capaz de parar hasta que lee dos veces seguidas la carta sin hacerle ningún retoque más.
Después, cuando le doy el aprobado, solo queda la despedida. Y siempre es la misma, ¿te habías fijado?
¡Hasta la semana que viene!