La hora mágica
Así llaman a ese lapso de tiempo poco después de la salida del sol o unos minutos antes del ocaso. Ese ratito de luces doradas, colores vivos y un magnetismo especial que, si te capta, te deja embobada. Esos minutos que los fotógrafos persiguen sin descanso, para conseguir la mejor iluminación natural para sus fotografías.
Discrepo.
Es cierto que ese ratito en que el sol lo baña todo con su luz mortecina es una maravilla, pero me vas a perdonar, para mi la hora mágica es cuando llegamos a la sobremesa, después de una comilona contundente.
¡Ese ratito que en ocasiones se alarga hasta el infinito sí que es mágico!
Muy mal se tiene que dar la cosa para que no me sienta a gusto en una, la verdad.
Es una costumbre curiosa y me atrevería a decir que se extiende alrededor del mundo sin excepciones. Y aunque cada familia o grupo de amigos tiene sus costumbres, en casi todas se incluyen juegos, bebidas, muchas risas, algunos cantares, dulces y conversaciones trascendentales que si no tienen capacidad para arreglar el mundo, sí te arreglan media vida en cuestión de un par de horas.
De mi infancia guardo grandes recuerdos de esas tardes eternas, de no querer irnos nunca a casa porque nos quedaba la partida de revancha con mis primos, o con los hijos de los amigos de mis padres. Mis padres no oponían mucha resistencia, enfrascados como estaban arreglando sus vidas a golpe de naipes o de cacahuetes recubiertos de chocolate, café mediante. También eran un clásico los paseos por el pueblo con el objetivo de digerir un poco la comilona, en los que nos acercábamos a dar de comer a los caballos de uno de mis tíos, a las gallinas del otro y a los cerditos del tercero. El ritmo de las caminatas, por supuesto, jamás excedía la velocidad de crucero. Había que bajar la comida, pero tampoco era cuestión de tener una indigestión. Si el tiempo no acompañaba, se suspendía el paseo y se cambiaba por juegos de mesa; entraban en escena el Monopoly, el Trivial, juegos de cartas de todo tipo y mucho escándalo en cuanto la vena competitiva se mezclaba con el pico de glucemia que provoca tanto bombón y tanta chuchería, sumados a la tercera copita del licor de preferencia.
Los cantares son otro clásico de sobremesa, sobre todo si existe algún guitarrista en la sala. Y si hay que cantar se canta, aunque lo hagas fatal. Porque de eso se trata, de reírse de uno mismo si es menester. Guardo, en una estantería de casa, un par de cancioneros que incluyen entre sus páginas la retahíla de melodías clásicas, como si fueran un auténtico tesoro; con tan solo abrirlos me provocan una explosión de recuerdos que no querría borrar jamás. Hoy en día, tiramos de móvil para tener a mano la letra de la canción de turno. Es más práctico, pero qué quieres que te diga, también resulta menos mágico.
Mención aparte merecen los brebajes que siempre mojan unos vasos con algo de hielo y con muchas sonrisas de quien lo sostiene. Y aunque no son imprescindibles, sí son el detonante que nivelará el alboroto. Da igual si te tomas un gin tonic , un licor de menta o un whisky. Las horas se te pasarán a la velocidad de la luz.
La verdad es que no sé muy bien qué tendrán, pero muy grande tiene que ser el compromiso para que yo me pierda una. Provocan que llegue a casa, en muchos casos a la hora de cenar, con nada de hambre y una gran sonrisa en la cara.
Si te paras a pensarlo, después de una sobremesa es probable que tengas la solución a ese problema, que sientas el ánimo que te faltaba para arrancar ese proyecto o que, simplemente, te sientas mucho mejor de lo que te fuiste. Todo se ve diferente con el estómago lleno, y todo se siente diferente con la mente repleta de esos ratitos que ya no volverán, pero seguro que nadie podrá borrar de tu recuerdo.
Lo que de verdad importa es eso, por si no te lo habían contado.
¡Hasta la semana que viene!