Golpe de timón
Creo firmemente en la necesidad de recalcular la ruta cuando el camino se tuerce. En lo lícito que es dar un volantazo a tu propia vida cuando la rutina te engulle, impidiéndote ver la ilusión con la que te lanzaste a por ella.
A veces, ya sea de un día para otro o a base de zarandeos, te das cuenta de que no te gusta en lo que te has convertido. Que eso no era lo que buscabas, y que aquello que en su momento te pareció un sueño se está convirtiendo en una pesadilla. Si llegas a este punto, hazme caso cuando te digo que lo mejor es sacar la cabeza por la ventana, coger aire y saltar al vacío. Huelga decir que es una forma de hablar, no te me vayas a escoñar ahora contra la acera que nuestros huesos crujientes no están para ese tipo de impactos.
Hace diez años yo tenía un trabajo fijo, me había independizado y pagaba mi primer alquiler en solitario, pero me di cuenta de que no era feliz en esa oficina. Mi vida se había convertido en una noria en la que daba vueltas y más vueltas. Mi cuerpo empezó a emitir señales a golpe de tendinitis, contracturas y malos humores, y mi familia se percató de ello y me cogió de la mano para darme el empujoncito que me serviría para saltar por encima del miedo.
En cuanto salió la oportunidad, dejé ese empleo por un contrato de seis meses y ninguna garantía de renovación, y te recuerdo que tenía un alquiler que pagar.
Todavía se me eriza la piel cuando recuerdo esa sensación de abismo al firmar la carta de renuncia, al entrar por primera vez en la que sería mi nueva rutina, al conocer a los que se iban a convertir en mis nuevos compañeros y compañeras…
Por suerte o por tesón, salió bien; me renovaron el contrato, se me curaron las contracturas y afiancé mi posición en un lugar que, ahora sí, me da muchas alegrías (y algún que otro dolor de cabeza que va con el puesto, no te vayas a pensar que mi rutina es un cuento de hadas).
A veces es necesario lanzarse contra lo que nos da más miedo. Quizá te viene a la cabeza una oferta de trabajo, una relación caduca que pide el divorcio a gritos, una ilusión por volver a estudiar que reaparece cada vez que ves el anuncio de aquella academia, esa persona que ha aparecido de la nada y te apetece seguir conociendo o qué se yo, aquel retiro espiritual al que nunca llegaste a apuntarte por miedo al qué dirán.
Hazlo.
Las lenguas viperinas van a hablar de todos modos, dales motivos para hacerlo y nos divertimos todos.
Eso sí, salpica lo mínimo. No me seas cabrón/a.
Es curioso como, al ser tú quien cambia el rumbo, lo ves todo cristalino y, aunque con miedo, te sientes amparado por tu verdad verdadera. En cambio cuando el salto lo pega alguien de tu alrededor, es fácil no entender sus motivos, juzgar o desmerecer su valentía. Yo soy la primera que, ante un viraje repentino de alguien a quien creía afianzado a mi vera, confundo sus motivos con mi razón y juzgo sin conocer del todo el trasfondo de ese cambio. Por suerte me doy cuenta y aunque me cueste, intento escuchar para entender.
Escuchar. Ese gran reto.
La única manera de llegar a entender aquello que se nos resiste es escuchar sin reservas, atender sin filtros, ajustar la antena para captar todas las ondas, dejar los prejuicios encerrados en un armario y lo más importante: tener ganas de entenderlo, aunque nos cueste.
Qué fácil es escribirlo.
Qué bonito es cuando lo piensas.
Y qué complicado llevarlo todo a cabo.
¡Hasta la semana que viene!