Analógica
¿Tú llevas reloj?
Afino la pregunta: ¿tú llevas reloj inteligente?
Yo sí, hasta ayer.
Te preguntarás qué ha cambiado para que, después de tanto tiempo, haya decidido quitarme un complemento tan útil. Pues en realidad nada, o quizá todo.
Llevo ya una temporada ordenando mis costumbres, mis prioridades y mis ilusiones; lo habrás notado, supongo. No pretendo un gran cambio, ni una vida especial. Lo único que quiero es ser la dueña y señora de mi vida, de mi tiempo y de mis acciones. Imagino que todos/as anhelamos lo mismo, al menos yo no me siento especial por ello ni tampoco demasiado original.
La cuestión es que llevaba días dándole vueltas al tema del reloj y a todo lo que conlleva. Hace mucho tiempo que dejó de ser solo un objeto que nos da la hora. Hoy en día me atrevería a decir que eso es lo de menos, más después de un día y medio sin llevarlo. Nos indica que día es, qué temperatura exterior nos acompaña y la previsión meteorológica de nuestra ubicación; las pulsaciones de nuestro corazoncito, los pasos que hemos dado y por supuesto la batería que le queda. Lejos quedaron esas pilas minúsculas y planas, que te obligaban a visitar al relojero de vez en cuando y admirar su pulso con esas herramientas que usan, que parecen sacadas de los dibujos de David el Gnomo. Le gusta vibrar cuando te llaman por teléfono, cuando te llega algún mensaje o correo electrónico e incluso cuando te pones nerviosa y se te acelera el pulso. Te regaña cuando llevas demasiado tiempo sentada y te felicita cuando alcanzas el objetivo diario de pasos. Además, si te acuerdas de ponerle en acción cuando empiezas alguna actividad física y pararle al acabar (no como yo), te regala una gráfica divina con las calorías que has quemado, los kilómetros recorridos, el desnivel alcanzado y hasta la longitud de tus pasos. Ciertamente es una auténtica maravilla de invento, si le sacas partido claro.
En mi caso, al principio me convencí de que sería una manera de motivarme, que así competiría conmigo misma y todas esas patrañas que nos dice nuestra neurona sobrealimentada de adrenalina. Unos meses me duró la emoción. Después, a la media hora del recorrido o cuando una vibración me forzaba a mirar la pantalla y leía «Parece que estás entrenando», caía en que no le había dado al dichoso botón de inicio. Vaya hombre. También descubrí que cuando quitas el polvo a los muebles, los pasos se multiplicaban y se queman un porrón de calorías; mira tú qué cosas. Y me acostumbré a llevar el móvil en silencio o con el volumen muy bajo porque ya se encargaba el reloj de avisarme si había algo que leer. ¿Y sabes qué? La hora era lo último a lo que prestaba atención al mirarme la muñeca.
Eso no es malo, por lo menos no hasta que, como yo, te las das de desconectada por dejar el móvil en el bolso pero con la seguridad de recibir cualquier novedad bajo la manga del jersey. En ese momento, cuando tomé consciencia de que mi desconexión era más falsa que una moneda de tres euros, empecé a pensar que quizá no era tan sano llevar en la muñeca un ladrón del tiempo igual de absorbente que el teléfono móvil. Así que desde ayer por la mañana, aprovechando que se le acabó la batería al reloj, ando algo desnortada. ¿Te puedes creer que solo he levantado el brazo para buscar la hora una vez, en un día y medio? Ha sido durante la noche, lo de despertar de madrugada es otra de las cosas que me pasa a diario desde que superé la barrera de los 35, pero ese es otro tema. En cambio, he consultado la pantalla del móvil no sé las veces, por si había alguna notificación que se me escapara, y he maldecido la adicción que provoca esto de la conexión perenne.
Es para darle un par de vueltas, ¿no te parece? Yo, por el momento, del reloj solo conservo en mi muñeca la marca del sol por haberle llevado, que espero desaparezca más pronto que tarde. Me he puesto un par de pulseras para disimular, no me lo tengas en cuenta.
¡Hasta la semana que viene!